Biblioteca de la Guitarra y Cuerda Pulsada

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Autor: Pierre Lefranc

La génesis del Martinete. Parte segunda: Consecuencias y implicaciones

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En lo que sigue, por razones de espacio, habrán temas sobre los cuales me limitaré a proponer líneas de investigación o de reflexión, que alternarán entre consideraciones estéticas y contextos socio-históricos.

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El adhán nació, según la voluntad del Profeta, de los cantos de los camelleros del desierto de Arabia. Recibió su forma de Bilal, un camellero abisinio y esclavo libertado que fue el primer almuédano del Islam. Hubo al principio reacciones adversas: ciertos grandes saltos interválicos del adhán se equipararon con el grito del camello [1].

El martinete de origen presenta el mismo tipo de flexibilidad que el adhán, y la misma flexibilidad se encuentra en cantes que nacieron más tarde. La base de lo que se canta (o reza) es un esquema estructural permanente, pero el cantaor le imprime cada vez el sello de su personalidad y de las emociones del momento: tal es la piedra angular del cante. Cantar es crear de nuevo sobre formas conocidas.

Para describir eso en detalle se necesitarán métodos adecuados: transcripciones al pentagrama sólo cogen momentos, que rara vez dejan huella. Se combinan en el cante tres retóricas distintas (llamo retórica a todo conjunto organizado de medios de expresión): una retórica de estructuración que coloca los puntos de apoyo del cante, una retórica de desarrollo que le da cuerpo, apoyándose a menudo en fórmulas ya existentes, y una retórica expresiva de la emoción que es iniciativa del cantaor. Queda por proponer un vocabulario adecuado para describir lo que es permanente y lo que varía.

También se observa en el tratamiento del adhán, como en el del cante, una alternación entre dos orientaciones: por un lado la desnudez, la intensidad y la aspereza, por el otro una abundancia de melismas o adornos y un afán de lucir la voz. Se sitúan en estéticas análogas el modo gitano de cantar, estilo Manuel Torre, y el modo andaluz no gitano, estilo Chacón.

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El martinete de origen tuvo una descendencia directa de tres siguiriyas fundadoras en las que reaparece el motivo de pocas notas importado de la shahada y del adhán. Son las siguiriyas de Frasco El Colorado 1 , el “Reniego” de Antonio Cagancho 2 , y la siguiriya más antigua que se conoce de Manuel Molina 3 . Los extractos puestos a disposición del lector (haciendo doble clic sobre el símbolo) ilustran lo esencial[2].

Otra característica muy notable del adhán reaparece en dos siguiriyas más entre las antiguas: se trata de las majestuosas frases descendentes que, en el adhán, expresan la sumisión a la voluntad divina –lo que es el sentido de la palabra islam. Reflejos de esas frases largas y solemnes constituyen el eje principal de la siguiriya de María Borrico 4 y de la de Tomás El Nitri 5 .

Estamos delante de un rinconcito de nacimientos discretos y de escasos recursos, en un mundo de albores que ya alberga fuertes continuidades. Estas sirvieron de apoyo a los creadores, y los investigadores de hoy pueden aprovecharlas. En tal contexto, lo que nos ha sido propuesto como la siguiriya de El Fillo y como la de El Planeta no se relaciona con nada de lo que acabo de evocar. Quizás tendrán parentesco con algo que queda por descubrir, pero son por el momento meteoritos sin origen identificable.

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Pasando del adhán al martinete, el oyente se traslada de un mundo religioso y oriental enfocado en la sumisión, a una cultura de tipo occidental centrada en la persona y el humanismo. Esquemas nacidos en el Oriente se encaminan de nuevo para expresar y formalizar contenidos distintos. Por tanto, de su ascendencia musulmana, el martinete conserva dos rasgos de suma importancia: un eco como de siglos, y el principio de un tratamiento ritual de la emoción.

El eco de siglos es tan potente que condujo Manuel de Falla a buscar raíces históricas lejanas y Federico García Lorca a evocar “los elementos más viejos de Oriente”[3]. En realidad, mediante un injerto instantáneo y muy local, se hizo de modo expeditivo una anexión de tradiciones de muchos siglos. Aquellos gitanos en La Carraca no tenían ninguna intención de engañar a nadie, pero crearon algo que se puede calificar de ilusión sonora, como se habla de una ilusión óptica. El eco de siglos es del orden de las apariencias, pero tan convincente que tal meditación rezada en el Alto Egipto de hace diez o quince años parece ser una suerte de toná del desierto nacida dentro de la misma herencia 6 y 7 >.

La otra cara de aquel eco de siglos es el ritualismo que le viene asociado. El tratamiento ritual, que en el adhán realza temas religiosos fundamentales, es transferido en el martinete a la expresión de emociones individuales y pasajeras. Mediante tal tratamiento, lo emocional viene sucesivamente intensificado, solemnizado, estilizado, apaciguado y, al final decantado y cómo dejado atrás de uno. En la esfera musical, el problema de como expresar emociones y tratarlas artísticamente nunca fue fácil. En el mundo de la ópera del siglo XVIII, principalmente en Italia, se estaban perfilando al respecto convenciones de suma artificialidad. En el cante, el tratamiento ritual de lo vivido abría perspectivas estéticas nuevas, dejando la emoción latir, dándole forma, exacerbando su intensidad, y conduciendo a una catarsis.

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El problema de lo que el cante debe a los gitanos y a los moros no se podrá ahora ni eludir, ni dejar en una nebulosa supuestamente inaccesible, ni resolver por una rotunda negativa. Lo que el cante debe a los dos es su existencia. De los moros se tomó prestado el núcleo, unas pocas docenas de familias gitanas lo desarrollaron, y varios creadores andaluces no gitanos contribuyeron lo suyo. Puesto que Andalucía, desde hace pocos decenios, promueve lo llamado flamenco como un patrimonio y parte de su cultura, el problema de los orígenes de dicho género no se puede eludir por siempre[4].

También se oye el argumento tradicional según el cual los gitanos nunca inventaron nada sino que lo tomaron todo: hasta el adhán, como ahora se puede ver. El problema es que el adhán es de los moros y lo que los gitanos hicieron de él es algo suyo. Igual pasa con las abejas: recolectan el polen de las flores, pero al final la miel es producción suya.

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En 1746, la “queja de Galera” formaba parte de espectáculos privados dados por gitanos de Triana a públicos de la alta sociedad de Sevilla [5]. Al parecer, nada entonces impedía a aquellos gitanos hacerse de vez en cuando con algún dinerito con eso utilizándolo en plan de diversión. El martinete propiamente dicho tomó la dirección opuesta. Una vez nacido, según toda probabilidad, en la oscuridad de La Carraca a mediados del XVIII, se quedó en una clandestinidad casi completa durante alrededor de ciento setenta años, o sea siete generaciones. Durante todo ese tiempo, se preservó en privado como cante y conservó su nombre (pero no el porqué de su nombre), cantándose entre gitanos en las fraguas y las familias, y en algunas cárceles. Las primeras grabaciones tituladas “Martinetes” son de 1922. Aquí, amable lector, tiene Vd. una perspectiva caballera sobre la famosa Época Hermética.

Se notan algunos indicios de interés por este cante fragüero, asociados con mucha ignorancia. En 1849 la zarzuela El Tío Caniyitas, que casi por primera vez ofreció a los públicos andaluces un reflejo entrañable de su propia cultura popular, y cuyo éxito fue fenomenal, incluía un “coro de los Herreros”[6]. En 1905 Manuel de Falla abrió La Vida breve, su primera obra ambiciosa, con unos “Obreros en la fragua” cantando a coro. Sin mucha duda siguió en eso el precedente de El Tío Caniyitas, y la temática de las letras desarrolla una protesta socio-económica que tampoco viene al caso[7]. En aquellos tiempos, evidentemente, se conocía la existencia de un canto fragüero pero no se sabía casi nada sobre él. Ciudadanos en redingotes rara vez iban a los barrios a pasear (la más notable excepción fue probablemente Albéniz), y los periodistas no se preocupaban mucho de salir de la esfera de lo observable en público.

El primer testigo que se acercó a la realidad de este cante parece haber sido el viajero francés Charles Davillier. En la primavera de 1863, gracias a una carta de recomendación para su alcaide, pudo visitar con tiempo la cárcel de Sevilla [8]. Allí reconoció varios tipos humanos de cierta rugosidad que ya había podido vislumbrar en las Puertas de Carmona y de la Carne. Según él, “la principal distracción de los carceleros es el canto”, principalmente los romances y algo llamado “carceleras”, que forma parte “de la música popular de Andalucía como las playeras, las cañas, las malagueñas y las rondeñas”. Describe la música de esas carceleras como “impregnada de salvajismo y de […] tristeza”. Desafortunadamente, la letra que cita parece más zarzuelera que convincente.

En su Colección de cantes flamencos publicada en 1881, Antonio Machado y Álvarez “Demófilo” puso a la disposición del lector información mucho más amplia[9], obtenida mediante el equivalente diecinueveavo de un trabajo de terreno. Menciona que “Los martinetes […] y las deblas apenas si son conocidos”, pero dedica a los primeros una sección de 49 letras. Estas se reparten entre fragmentos narrativos de tres cuartetas o más, y coplas “sueltas”, generalmente cuartetas también, algunas con estribillo. Parece claro que sus informantes le pusieron en contacto con dos tradiciones distintas, una narrativa, la otra lírica. (Los textos narrativos que reproduce forman la mayor colección disponible sobre reacciones gitanas a varias persecuciones, y los recuerdos que contienen en su mayoría se perdieron después)[10]. Según Demófilo, los martinetes o carceleras “se cantan al son de los martillos en las fraguas” y entre “presos” y “presidarios”. Nota en esas coplas la presencia de palabras gitanas. Según él, no es fácil recoger tales letras, que se conservan entre “gente desconfiada y recelosa”, pero “Con tiempo disponible […] y con dinero” muchas más se podrían reunir, aunque los martinetes son poco cantados salvo “en los lugares en que se crearon”. Por detrás de estas indicaciones de una suerte de esoterismo defensivo alrededor de esas familias de cantes, y de la idea según la cual un poco de dinero podría acabar con esta reticencia, me parece asomar una vez más el mensaje de Tomás El Nitri: una llave sirve para cerrar, y lo que pertenece a los gitanos se debe guardar entre ellos[11].

Fernando El de Triana, evocando episodios de los que fue testigo a principio del mismo decenio de 1880, confirma el carácter privado del martinete entre los gitanos de Triana[12]. Relata como, “a casa Rufina”, “la última casa, a la derecha, de la calle Pureza”, solían reunirse con otros gitanos tres herreros de Triana, Antonio Cagancho, su hijo Manuel, y el martinetero sin par que fue Juan Pelao. Casa Rufina era “una tienda de comestibles y bebidas” que tenía “cuartitos” por detrás. Según Fernando, “en la reunión de aquellos gitanos de cara bronceada y alma pura” –es decir, desinteresados– “no penetraba ningún ‘gaché’, ni admitían obsequio de nadie”: sólo le toleraban a él, Fernando, como niño o muchacho que era y porque, como explica el mismo, “yo estaba criaito entre ellos y me tiraba la inclinación”. Ahora bien: por una suerte de milagro, apenas reunidos aquellos gitanos en uno de esos cuartitos por detrás, solían acudir allí “buenos aficionados de Sevilla”, “dispuestos a gastarse lo que fuera para escuchar lo mucho y bueno que allí se cantaba por aquellos gitanos”. Puesto que en el cuartito no entraban, y que ningún regalo u obsequio era posible, se supone que lo que se gastaba era en bebidas y comestibles de la tienda. Uno de aquellos aficionados de Sevilla era el general Sánchez Mira, que como Jefe de la Guardia Civil era casi del arrabal, por lo menos a intervalos, y persona muy entendida de cante. Un día dicho general, viendo a Fernando salir del cuartito, le mandó pedir de modo muy cortés “a Juan Pelao que haga el favor, si puede, […] de cantar otra vez el segundo martinete que ha cantado”. Según Fernando, “conferenciaron los cañís, y acordaron que lo cantara”, lo que hizo de modo tan irresistible que los presentes le proclamaron en seguida “rey del cante por martinete”. Al día siguiente, Sánchez Mira mandó a su ordenanza a casa de Juan con un billete de cien pesetas en un sobre –un dineral en aquel tiempo– , que Juan aceptó sólo a súplica de su mujer Clara: “¡ Agárralo, Juan Pelao, que no tenemos hoy ni pa comé !”. De lo cual se puede deducir que a veces circulaba algún dinero, pero no sin algo de ceremonia y precaución con las apariencias y circunstancias.

En 1922, el martinete fue incluido en las bases del Concurso de Cante Jondo de Granada[13]. Muy probablemente Chacón facilitó a Falla información detallada sobre este cante, que conocía y cantaba pero no grabó. Dos caras de discos tituladas “Martinetes” fueron grabadas en Madrid en diciembre de 1922. Una vino a cargo del principal galardonado, Diego Bermúdez El Tenazas; la otra se debe a Manuel Centeno, cantaor profesional sevillano[14]. Eran ambos no gitanos. Lo que El Tenazas grabó es una toná que no tiene relación con el martinete. Centeno canta dos martinetes reconocibles, pero en un tempo acelerado que los deja como en cierne. En los años siguientes, hubo cuatro grabaciones más, dos de José Cepero y Mazaco, cantaores no gitanos, y dos de gitanos: El Cuacua y El Gloria. Vinieron después muchas más, de parte de gitanos de primera fila como Caracol, Tomás Pavón, Rafael Romero, Pepe Culata y otros.

Así, en conjunto, los gitanos habían mantenido el martinete a distancia del gran público durante bastante más de un siglo y medio, pese a la curiosidad de algunos: las primeras grabaciones vinieron de no gitanos, y las hechas por gitanos poco más tarde sirvieron en parte para corregirlas. No se puede dudar mucho de que hubo una decisión gitana de conservar este cante en la esfera privada, aparte de toda divulgación y de todo comercio, y que tal decisión con pocas excepciones fue acatada a pesar de la presión del dinero y de la hambre. No faltaban razones. El que vende lo suyo se queda sin nada. La historia de los perseguidos pertenece a ellos mismos y a sus descendientes. La Pragmática de Carlos III en 1783 había puesto fin a aquellos tiempos, y quejarse en público de ellos no hubiera sido muy sensato. Además, la tendencia de los gitanos es relacionarse con el presente más bien que rumiar un pasado en parte hecho de malas noticias. Con su carga emocional, que iba de las galeras a la última gran persecución, el martinete podía simbolizar aquel pasado, pero quedó como símbolo y reliquia más que cante vivo. Sus posibilidades expresivas no crecieron y, en cierto modo, se momificó, mientras las siguiriyas desarrollaban magníficamente las penas del presente.

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Por otra parte, desde 1747 a lo más tarde, la “queja de Galera” había puesto a disposición de aquellos gitanos de Triana el núcleo de un nuevo modo, explotable en público, de expresarse con la voz: lo que se llama hoy un nuevo sonido (o new sound). Tal fenómeno se ha vuelto frecuente en el siglo XX, pero era casi inédito entonces. Sabemos hoy que un nuevo sonido nace del uso extendido o sistemático de algún recurso que estaba disponible en el ambiente o cerca: se experimenta con él y, si encuentra un público, la cosa ya está en marcha.

Una vez nacido, y con tal que despierte interés, un nuevo sonido evoluciona en dos direcciones. Por un lado se propaga a aires o canciones folklóricas o nuevas, y se va alimentando de creaciones y anexiones, hasta que el público se canse y pida algo nuevo. Por otro lado, como al amparo del nuevo sonido y en los terrenos socio-históricos de su nacimiento, se constituyen repertorios propios, y nacen culturas que tienen raíces y querencias. Así sucedió en lo que nos ocupa. Por un lado se constituyó una cultura del cante con sus varios repertorios. Por otro se difundió un estilo vocal derivado del sonido nuevo, pero con más colorido que sustancia.

Ahora bien, es indispensable darse cuenta de que lo evocado descansa en una doble paradoja. Normalmente, en la tradición occidental, cantar es entregar a los oyentes textos inteligibles, realzados por música y emoción, y amenizados con gracia o elegancia si cabe. Aquí, en el cante, casi todo al revés. La voz a menudo viene forzada y pasa angustias y tormentos, el texto de la letra está sometido a una suerte de masticación y a veces termina hecho trozos, y hasta la cara del cantaor o de la cantaora, en las notas altas y sostenidas, se descompone en extremos de sufrimiento mientras parte de lo musical se disuelve en gemidos. Aún más extraño: de esa primera paradoja nace otra. Pese a estos factores muy poco prometedores, se produce un fenómeno inesperado: la combinación de esos tormentos misteriosamente se comunica a los oyentes –o por lo menos a algunos–, cuyas emociones entran en resonancia con lo ofrecido.

Eso es lo que abrió un nuevo camino. En contra de muchas reglas, sofisticaciones y refinamientos, se descubrió que la fuerza y hasta la violencia de la expresión puede comunicarse al oyente, aunque se pierda en parte la inteligibilidad del texto (que ya en la ópera bufa se encontraba en gran peligro). Se debe notar también que en la fuente musulmana pasa algo igual. No se necesita entender una palabra de lo que se dice para sentir el impacto de un adhán de tipo clásico. Un día, probablemente en un banco de galera, hubo un gitano que se dio cuenta de eso, y de que había ahí un modo de cantar que se podría transferir.

En una perspectiva histórica más amplia, lo que nació así entre Triana, Sevilla y La Carraca a mediados del siglo XVIII respondía a una necesidad. Desde siglos, una de las preocupaciones de muchos músicos y compositores españoles había sido mantener viva, y vivaz, la tradición nacional, esencialmente popular, de la expresión musical de las emociones de cada uno, frente a la presión creciente de modas y modelos importados[15]. (Existía en la literatura un abismo comparable, entre una cultura popular, todavía basada en romances y coplas, y una poesía inaccesible por su carácter culto). El principio y el fin de la tradición española eran que la música, sobre todo la música vocal, debe servir para expresar y comunicar emociones y sentimientos que cada uno pueda reconocer y compartir –en una palabra, debe “llegar”. A fines del XVIII, la amenaza de lo importado de Francia o Italia era tal, en la España borbónica, que apareció en reacción la expresión de “música nacional”[16].

Frente a olas sucesivas de manierismos que, después de exigir una descodificación preliminar, comunicaban al oyente muy poco, se experimentó con una fórmula nueva, apoyada hasta en la violencia. En el sacrificio de la inteligibilidad del texto y de cierta reserva emocional instintiva, había una pequeña revolución, aunque se puede argumentar que, cuanto más violenta la expresión del sufrimiento, más completa su purgación y la catarsis final. Naturalmente, las fuertes particularidades y los orígenes infraplebeyos del nuevo sonido no podían en ningún modo abogar por él. Pero encontró públicos, se desplegó en repertorios (algunos suavizados), y un día Falla se interesó por él, en su lucha personal en pro de una música nacional.

Sin embargo, en 1921-22, Falla se encontró delante de una situación muy confusa, que resultaba de una combinación de sedimentaciones y deslizamientos. La difusión del martinete quedaba confidencial. Unos pocos estilos de siguiriyas y soleares –a menudo los mismos– habían sido cantados en público, y grabados en discos de pizarra. Se daban también a escuchar tres cantes de mayor ambición, la caña, el polo y la serrana, hechos de combinaciones de partes distintas. Hasta aquí los principales cantes admitidos en las bases del concurso. Existía por otra parte lo que Falla describe como “el gran grupo formado por los cantos que el vulgo llama flamencos”, entre los que enumera las malagueñas, granaínas, rondeñas y otros cantes[17]. Se trataba en su mayoría de derivaciones del fandango. A cierta distancia de todo repertorio estable, pero no de reflejos del modo de expresión evocado, circulaban derivaciones cancionísticas, producidas a diario para complacer a los gustos del gran público, a los que, por supuesto, muchos profesionales tenían que adaptarse.

Frente a tamaña confusión no era cierto que la herencia de los cantes nacidos con el martinete y después de él había sobrevivido lo suficiente para poder ser rescatada. Lo que es evidente hoy es que, a base de meros reflejos, el mercado producía objetos musicales cuya abundancia y popularidad ocultaban hasta la existencia de aquella herencia.
 

 


[1] Sobre el adhán y Bilal, v. Bernard Mauguin, « L’appel à la prière de l’Islam », Encyclopédie des Musiques Sacrées, 3. vol., París, 1968, I.404 ; Abdelhafid Chlyeh, Les Gnaouas du Maroc[…], s.l., 1999, pp. 19-21 ; y Mahmoud Hussein, Al-Sîra, 2 vols., París, 2006-7, I.3 97-8 y II.87, 543 y 691

[2] Los extractos citados en concepto de ejemplos son los siguientes : 1. Pepe de La Matrona, cante de Frasco El Colorao ; 2. Antonio Mairena, cante de Antonio Cagancho ; 3. Pastora Pavón, cante de Manuel Molina ; 4. Antonio Mairena, cante de María Borrico ; 5. Antonio Mairena, cante de Tomás El Nitri ; 6, 7. « Layali », Egypt Music of the Nile, 1997 (se trata de un solo extracto : debido a un gran silencio que el sistema de reproducción no sabe identificar, sale dividido en dos cortes 6 y 7). Para los paralelismos evocados, v. mi libro, El Cante Jondo[…], p. 54

[3] Manuel de Falla, Escritos sobre música y músicos, Buenos Aires, 1950, pp. 123, 126, 127, etc. ; Federico García Lorca, Obras completas, ed. Aguilar, 3 vols., Madrid, 1986, III.210

[4] La noción de limpieza de sangre no pinta nada en la esfera cultural. Por el lado moro de esa problemática, se pueden mencionar dos fuentes eclesiásticas para las cuales la analogía entre el cante y ciertas tradiciones coránicas es evidente : v. Fr. Diego de Valencina, Historia documentada de la saeta […], Sevilla, [1948], pp. 16-17 ; y, en Sevilla Flamenca, 63 (1989), 38-43, la entrevista de Mons. Carlos Amigo Vallejo, que fue arzobispo de Tánger antes de serlo de Sevilla : dice que en Tánger « se escucha mucho de auténticas raíces islámicas y nos recuerdan inmediatamente el flamenco en su mejor esencia ». En la vertiente gitana del problema, es de notar que, en los cien programas televisivos de Rito y Geografía del cante, hechos en 1971-73, el aporte de los gitanos al cante es considerado como evidente

[5]V. la primera parte del presente estudio

[6] Sobre El Tío Caniyitas, de Mariano Soriano Fuentes, se puede consultar la traducción al castellano de Charles Davillier, Viaje por España, Madrid, 1957, pp. 700-5, y las notas pp. 1297-8. Davillier llama Soriano Fuentes su “excelente amigo”. Sobre Caniyitas y Jeroma la Canastera (de 1843), v. Manuel García Matos, Sobre el Flamenco […], Madrid, 1987, pp. 53-5: ecos de ambas zarzuelas pasaron a muchas coplas de ciego y al mirabrás. Para La Vida breve, v. el CD y librito de EMI Records, con Victoria de Los Ángeles

[7] La explotación es evocada en términos casi marxistas: “Y pa que disfruten otros, / nosotros, siempre nosotros / ¡ lo tenemos que sudar !”


[8] Davillier, p. 402-5

[9] V. la edición de 1975, Ediciones Demófilo, Córdoba, pp. 10, 18, 149-59. Su principal informador para los martinetes parece haber sido Diego El Lebrijano

[10] Evocan “Los jitanitos del Puerto” enviados a las minas del azogue (en Almadén), otros gitanos en La Carraca (v. la primera parte del presente estudio), matanzas nocturnas en Triana, y las primeras etapas de la Gran Redada de 1749. En su obra monumental Los Cantes de Antonio Mairena (Sevilla, 2004), pp. 557-8, Luis Soler Guevara y Ramón Soler Díaz mencionan reflejos de algunas de esas coplas en la tradicion oral reciente


[11] V. mis artículos sobre la Llave.

[12] V. Fernando de Triana, Arte y Artistas flamencos, Madrid, 1952, pp. 27-32. Fernando había nacido en 1867 y probablemente tenía alrededor de 15 años cuando vio lo que describe. Antonio Cagancho y su hijo Manuel habían nacido en 1820 y 1846 respectivamente. Una fecha alrededor de 1880-2 parece probable para lo evocado

[13] Falla, p. 141: las bases mencionan los “Martinetes-Carceleras” dentro de los “Cantos in acompañamiento de guitarra”. La página 145 añade que “en las [siguiriyas gitanas] llamadas del cambio [sic] puede cantarse el martinete que a veces les acompaña”

[14] Los llamados “Martinetes” de El Tenazas forman parte del CD titulado “Colección Federico García Lorca” (Sonifolk 20106, 1997) cuyo librito facilita detalles y fechas

[15] Tal es uno de los temas dominantes de la obra monumental de Rafael Mitjana sobre la historia de la música española, que por desgracia se publicó sólo en francés: v. “La Musique en Espagne (art religieux et art profane)”, terminada en 1914 y publicada en Albert Lavignac et Lionel de la Laurencie, Encyclopédie de la Musique et Dictionnaire du Conservatoire, 11 vols., París, 1913-31, Première Partie, vol. 4, pp. 1913-2351. Enumera y cita Juan de Anchieta, el Padre Feijoo, Pablo Esteve y Grimau, Antonio Eximeno, etc.

[16] El primer escritor español que utilizó la expresión “música nacional” parece haber sido Juan Antonio de Isa Zamacola en su Colección de las mejores coplas […], publicada en 1799 y 1802; v. pp. 19 y 22 en la edición de Jaén, 1982, donde el autor menciona su deseo “de restablecer en España la música nacional, y de apartar cuanto sea posible de nuestra vista a la italiana”

[17]Falla, pp. 126 y 141.

 


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