Biblioteca de la Guitarra y Cuerda Pulsada

Biblioteca de la Guitarra y Cuerda Pulsada

Autor: Pierre Lefranc

Sobre La Llave de la Música Flamenca

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 1) PRELIMINAR

Los hermanos Antonio y David Hurtado Torres han publicado recientemente, en Signatura Ediciones, un libro de 456 páginas con CD audio incluido bajo este título, que sorprende. ¿Una llave única para una herencia múltiple que, según toda probabilidad, resultó de una larga serie de sedimentaciones? Realmente la llave evocada es el libro mismo, que tiene la ambición poco común de abrir todas puertas. Confirma eso en latín un detalle del pie de la tapa: Clave reperta Januae apertae sunt, es decir: una vez encontrada la llave, las puertas son abiertas. Una vez más: una sola llave las abre todas.

El libro combina dos temas. Uno es la escasa aportación de los gitanos al cante –si es que la hubo–, y el otro la amplia deuda, insospechada hasta la fecha, de la «música flamenca» a músicas escritas durante siglos anteriores. El primer tema que acabo de mencionar, el negacionismo antigitano, en circulación desde algún tiempo, lo examinaré más adelante. El segundo tema, de la influencia de músicas escritas, es una relativa novedad y por cierto merece atención.

Indicaré en primer lugar, sin entrar en comentarios para ganar tiempo, varias objeciones y reservas que vienen a la mente del lector a medida que progresa en su lectura. Evocan problemas bien metodológicos bien de trasfondos, que los autores nunca examinan, lo que acarrea riesgos. Un enfoque esencialmente musicológico no puede resolver todo, particularmente en la esfera socio-cultural.

    Es cierto que hubo músicas y danzas de origen plebeyo que gravitaron hacia las capas superiores de la sociedad, y evolucionaron allí, dejando notables huellas en la música culta: así la folía, la zarabanda y la chacona. ¿Hubo otras que hicieron el recorrido inverso, desde arriba hacia abajo? Ningún ejemplo nos viene a la mente, y parece poco probable que modelos o gustos musicales prevalecientes en la alta sociedad hayan podido interesar e influenciar al llamado pueblo bajo.

    A partir de músicas occidentales escritas, y basadas en intervalos fijos, ¿cómo pudieron nacer o ser influidos modos de cantar en los que la voz no se limita a tales intervalos? Concretamente, ¿cómo intervalos ligeramente variables de tipo oriental pudieron ingresar, hasta a veces dominarlas, en músicas bajo la influencia de tradiciones occidentales? En un paisaje que nos viene presentado como en gran parte oriundo de esas, ¿de dónde pudo proceder este elemento insistente, irreducible a cualquier modelo occidental, y casi imposible de transcribir al pentagrama?

    Dentro de esquemas evolutivos y de influencias cruzadas, ¿cómo se podría identificar el momento preciso de la aparición de algo nuevo, que desde el momento de nacer tiene vida propia y la facultad de desarrollarse? Tomemos un ejemplo análogo. El vino nace de trasformaciones de conjuntos aleatorios de zumo, pulpa, piel y pipas: ¿en qué momento nace, y qué instrumento, de análisis o de percepción, nos enseña que ha nacido? ¿Será la química o será el paladar? En lo musical, ¿será el análisis musicológico o será el oído? El primero va más allá de lo percibido, el segundo se queda dentro de él. En la esfera empírica, hay influencias que se ejercen a partir de percepciones, no de análisis abstractos.


    ¿Sobre qué base, de paralelismos, continuidades, o analogías, necesariamente en plural, se puede afirmar o proponer una continuidad o filiación entre tal música y tal otra? Un solo rasgo no puede constituir una base suficiente.


    Dentro de conjuntos de datos en los que fechas poco precisas dejan cronologías inciertas, ¿cómo va uno a distinguir entre una fuente –cuando se pasa de un fenómeno A a otro B– y un reflejo –cuando se ha pasado a C desde B?

 

Hasta aquí unas pocas consideraciones liminares que hubieron merecido una reflexión, pero por las que nuestros autores no se interesan nunca. Un enfoque puramente musicológico, y restringido principalmente a la música occidental, deja fuera de consideración perspectivas y trasfondos indispensables, particularmente socio-culturales. La música no se despliega en un vacío únicamente poblado de músicas, músicos y musicólogos.

Dicho eso, los ingleses tienen un refrán que parece a propósito: The proof of the pudding is in the eating, esto es, se prueba un pudín comiéndolo. A ver lo que nuestros autores proponen en apoyo de su tesis.

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      2) LA COSECHA DEL OÍDO

 

Lo musical es el meollo del libro. Los autores se apoyan en más de cien páginas de partituras reproducidas en la obra, un CD audio que es de escucha muy agradable, y comentarios sobre este material. Sigue un ejemplo de los comentarios:
                                                         
El Jaleo […] es una evidentísima y absolutamente incuestionable derivación de la Jácara y el Fandango, como puede apreciarse apenas se realice el más leve análisis musical, pues los elementos melódicos, rítmicos, armónicos y poéticos son los mismos. (p. 58)

Ninguna demostración sigue, y el párrafo que viene a continuación pasa a varios estilos de jaleo. Parece extraño que nadie haya explicado a los autores, o que uno de los dos no haya explicado al otro, que desde el fin de la Edad Media eso no se hace. La consigna permanente hoy día es: presentar argumentos con el fin de convencer. Todo dogmatismo así asestado es arcaico y contraproducente: eriza el pelo y genera desconfianza.

Mencionaré en breve que nuestros autores tienen también un problema en sus relaciones con el lector: son de un tipo que no he visto jamás en 60 años de lectura de prosas de investigación. En la página 439 se despiden de sus lectores diciendo que, por cierto, habrá quien tenga opiniones distintas, pero será gente para quienes «el idioma Español nació en el Siglo de Oro» o que «no sabrían decir así, de pronto, con certeza, si fue Cervantes, Lope o Quevedo quien escribió Las Meninas». Los lectores de este libro se alegrarán de haber aprendido que los que no estén de acuerdo con su contenido son ignorantes profundos o tontos perdidos.

Por otra parte, debo admitir el alto nivel de mi propia incompetencia en materia de musicología tradicional. Eso viene por haber sido puesto frente a un piano a los cinco años, un decenio antes de que la música empezara a interesarme. Naturalmente, desde que ingresé en la cultura del cante a mediados del siglo pasado, hubiera tenido todo el tiempo necesario para estudiar la música en detalle. Pero me di rápidamente cuenta de que no podía servir en esos terrenos del cante una musicología basada en lo escrito, en escalas fijas de doce grados, y en un vocabulario desconectado de las realidades del cante, puesto que llama adornos, florituras, notas pequeñas, apoyaturas y otras superfluidades a la mayor parte de lo esencial en el cante: lo que sirve para comunicar la emoción. Este vocabulario heredado y oficial, que califica todo eso de ornamentos, va a contracorriente de lo que debería describir, y que precisamente sirvió para rescatar la expresión de la emoción de una abundancia estéril de ornamentaciones. También, tuve una correspondencia de cierta intensidad con una notabilidad musicológica de la Sorbona, que mantenía que las palabras «modular» y «modulación» designan exclusivamente el paso de una gama a otra. La noción de que toda música en este mundo se conforma a las normas de lo que Falla llamaba los «tratados conservatoriales 1 » me parece un absurdo casi medieval: un poco de observación la deja hecha polvo, y para más desgracia se ha buscado la salida de ella en una cultura de la disonancia que es otro disparate. El estudio musicológico del cante necesitará métodos e instrumentos que están por inventar: muy probablemente un estructuralismo flexible y abierto.

La consecuencia práctica de esta situación es que me encuentro encerrado en lo empírico, es decir, en lo que el oído puede cosechar: lo que nuestros autores llaman el «análisis auditivo» (p. 183). En cierto sentido, esa situación es normal y conforme a la naturaleza del material examinado. Si el análisis musicológico puede aislar elementos casi abstractos que viajan de una música a otra, en la experiencia concreta lo que se transmite pasa por el oído bajo forma de conjuntos de impresiones sensibles que se pueden identificar y seguir: de eso creo que no se puede dudar pues es la vida misma.

Ahora bien: la partitura más antigua reproducida en el libro es una jácara de 1654-5, y la música más antigua interpretada en el CD (el corte n° 2), una zarabanda de 1674; las más recientes, respectivamente, son serranas de 1878 y una caña de 1883. Dentro del CD, el único corte que aporta algo sustancioso que se parezca a algún cante es el n° 11 (dejando aparte, por supuesto, los cuatro cortes dedicados a cantes: de Chacón, Pastora, etc.).

Ese corte n° 11 es una interpretación reciente de una partitura francesa reproducida en las páginas 379-84 con un facsímil de la portada. Eso fue publicado en París en el año 1880 bajo el nombre de Ramon Sezac (un seudónimo que he identificado: he localizado a sus descendientes, que están buscando documentos). El título, dado en castellano, es «Seguidillas Gitanas arregladas para piano y cante por Ramon Sezac». Lo publicado también contiene dos letras en castellano, de las que un tal Félix Mousset se esfuerza por dar un texto francés: viene presentado como una traducción pero no lo es.

Se trata, de manera evidente, de un arreglo, en parte aproximativo debido a la escala de doce grados, pero muy bien hecho, de dos cantes por siguiriyas, que los hermanos Hurtado identifican como atribuidos a Francisco la Perla y a Manuel Molina (esa última atribución parece correcta).

La cuestión por supuesto es: ¿es este documento una fuente o un reflejo? El título ya es explicito: dice «arregladas», no compuestas, y facilita el nombre del autor del arreglo. En un comentario, la página 213 alaba, con razón, «el alto nivel de precisión» que caracteriza este esfuerzo «para transcribir al pentagrama un cante flamenco». Pero ¡pataplum!, la página 306, con un vigor polémico que sorprende, enseña precisamente lo contrario:

Nos encontramos ante la más antigua fuente directa –es decir fuente musical; sin especulaciones ni teorizaciones aburridas– de unas seguirillas flamencas.

¿Qué suerte de Llave será esa? Entre las páginas 213 y 306 uno pasa de reflejo a fuente, a propósito del único documento que podría confirmar una de las tesis centrales del libro, según la cual gran parte del cante vino de músicas escritas. ¿Cómo pudieron dos siguiriyas «arregladas» por un aficionado francés constituir la «fuente directa» de esos cantes?

En cuanto al resto de lo ofrecido en el CD, y reservando por un momento el corte relacionado con los caracoles (n° 9), sobre el que volveré, no se nos presenta otra cosa que se pueda describir como una fuente escrita de un cante: ni las piezas instrumentales del inicio, ni la seguidilla (n° 6), ni el pretendido polo (n° 7), ni las dos cañas (nos 8 y 12), ni la soleá (n° 10). Ese último corte contiene lo que en este grupo se avecina más a un cante (son dos interpretaciones de la misma soleá), pero se trata una vez más de un reflejo: una soleá de salón de 1880, de un tipo inaugurado por Julián Arcas hacia 1867. (Es de notar también que, dentro de su falta de interés por los trasfondos socio-culturales, los autores no se interesan por las músicas de salón, cuyo papel en el siglo XIX fue esencial en la preservación de músicas populares mediante concesiones al buen gusto). La seguidilla del n° 6 no tiene nada de gitano, ni en su título, ni en su estructura, ni en su emoción, ni en nada. En cuanto al pretendido Polo del Contrabandista (n° 7), del que nuestros autores hacen un mundo, se trata de un título enteramente apócrifo y de una invención tardía, que no debe nada a su compositor Manuel García, sino todo al entusiasmo, simpático pero incompetente, de públicos europeos. Lo que Manuel García había introducido en El Poeta calculista era técnicamente un «caballo» (como se puede ver en el libreto y en el facsímil de la página 341), que era un género menor de la época tonadillera. El nombre de polo le fue sobreañadido después, a raíz del éxito parisiense e internacional de la pieza, y al final se propagó a España 2 . Pero no hay aquí ningún polo, de origen o no, o que se deba a Manuel García.

La existencia en aquella época de varias piezas llamadas «polos» o «cañas» crea la impresión de que los dos términos estaban entonces disponibles, los cantes habiéndose perdido en gran parte. Parece probable que, dado que la inventiva humana aborrece el vacío, se propusieron a públicos siempre crédulos varios polos y varias cañas, a base de recuerdos fragmentarios y de recursos léxicos disponibles en la zona, como los dos polos (norte y sur), la caña de azúcar, la caña verde, cañas de manzanilla y por extensión, quizás, hasta los caños de Carmona (que aportaban el agua a Sevilla). Una consecuencia interesante de este afán de creatividad era también el permitir un sinfín de discusiones tertulianas sobre esos temas. Mientras músicas y nombres de cantos flotan en evidente desorden al lado unos de otros, estamos en una fase intermedia e incierta, lo que implica que la posibilidad de recuperar ahí cantes antiguos sea muy escasa.

Hasta ahora, entonces, no hemos encontrado en el CD nada que se asemeje a la fuente de un cante, y parece poco probable que las partituras incluidas en el libro sin ser representadas en el CD alberguen algo convincente. La única excepción son los caracoles, para los que los autores mencionan una serie de fuentes escritas, principalmente zarzueleras, y últimamente derivadas de pregones callejeros, que pasaron también por el mirabrás. Pero es indispensable subrayar que los caracoles son un cante chaconiano, es decir, de tercera generación, siendo la primera la representada por El Fillo y la segunda por Silverio. Además, el aporte de Chacón vino después del que se debe al compositor Mariano Soriano Fuertes, hombre de cultura él también, que nuestros autores mencionan ocasionalmente y que por cierto merecería más atención en esos contextos. Por último, se debe señalar que esa puerta sobre la génesis de los caracoles había sido abierta por un predecesor musicólogo, Manuel García Matos 3 que, al parecer, nuestros autores no conocen: no le mencionan ni en la Bibliografía. Con los medios a su disposición en aquellos tiempos (entre 1947 y 1974), ese señor hizo una labor respetable sin jamás presumir de nada. Fue históricamente el primer artífice en llaves flamencológicas, y parecería injustificable pasar por alto su nombre y su aporte.

 

3) SOBRE OTROS CANTES

 

Se trata de cantes que los hermanos Hurtado examinan sin proponer siempre fuentes musicales escritas para cada uno de ellos. Sobre este tema, el capítulo VII: «Los estilos flamencos», es lo más útil del libro por lo que aporta. Pero periódicamente descansa en una información incompleta, lo que sorprende en una obra de tamaña ambición.

Según nuestros autores, «la historia del flamenco» empezó con el fandango (p. 173), que era de origen negro (p. 27). Del fandango, dicen, nacieron la mayoría de las formas que conocemos dentro de Andalucía: el jaleo, la caña, la soleá y por supuesto los cantes de Málaga y Levante. Por mi parte, estimo que la continuidad estructural entre el fandango y la soleá queda por demostrar. Las dinámicas internas de esos dos cantes son opuestas: el primero está estructurado generalmente en cuatro o cinco versos y conduce a una conclusión entre grande y grandilocuente, el segundo en tres o cuatro versos y tiende a un recorte de la expresión y de la emoción.

Los autores abren perspectivas interesantes alrededor de la noción de cantes de ida y vuelta, que por cierto es inadecuada. Lo que se intuye –se verifica en parte, y merecería una investigación seria– es la alta probabilidad de una circulación triangular durante siglos entre las dos Áfricas (musulmana y negra), Andalucía por una parte y la América hispana por otra, con posteriores derivaciones a Cádiz, y desde allí a Sevilla. Tal esquema en cierto modo aflora en mi artículo sobre los tangos, que probablemente tuvieron dos períodos sucesivos, uno africano, el otro ultramarino. Dicho eso, la tesis según la cual «el abolicionismo» de la esclavitud empezó en España «en el siglo XVI» me parece muy fantasiosa (p. 51-2). Sobre la población negra en Sevilla los autores deberían dedicar tiempo a la obra monumental de Isidoro Moreno, La Antigua Hermandad de los negros de Sevilla (Sevilla, 1997, 562 pp.), apéndices incluidos.

Los párrafos que siguen enumeran reservas y suplementos sobre varios puntos en el orden de su mención en el libro. El taranto existió como cante entre Linares y Almería, y hasta en la discografía de Manuel Torre, antes de ser adaptado para bailar (p. 178). Sobre el contenido del libro de Eduardo Ocón, Cantos Españoles, circula una cinta privada de una conferencia muy esclarecedora dada en el Ateneo de Madrid en 1989. A propósito de la bulería por soleá, los autores no mencionan a María la Moreno, cuya influencia fue fundamental. Sobre la playera, la situación me parece clara, pero no sé si eso se debe a los hermanos Hurtado o a José Luis Navarro García en Historia del Flamenco (o posiblemente a mi lectura de ellos). La playera añadió un nuevo verso 4 a la seguidilla de 4 versos, por un total de 5; pero si se pega ese nuevo verso 4 después del 3 y en la misma línea, nace el verso largo de la siguiriya, que crea más espacio para quejarse.

A propósito de la letra de siguiriya de 6 versos, «Supuesto que no tienen», citada por Demófilo (ed. 1975, pp. 120 n. 23), nuestros autores desconocen el resto de la historia. Un día esa letra con su cante surgió de un rincón de la memoria de Juan Talega y despertó mucho interés en Antonio Mairena. Lo demás se encuentra en la discografía de este último bajo el nombre de «Toná y liviana» y en los dos libros de Luis Soler Guevara y Ramón Soler Díaz, que los Hurtado no mencionan tampoco. En cuanto al martinete, en ninguna parte viene examinado (pasa igual con las alboreás), aunque, para ser justo, se debe mencionar una alusión irónica a una fragua: «a ver si acude el duende de la fragua» (p. 58).

Sobre la petenera, los autores se interesan por dos cantos mejicanos afines a este cante; Ramón Soler Díaz, hace años, me había mencionado otro más de procedencia cubana. Pero existe un material mucho más cercano y accesible que nuestros autores desconocen. Una canción análoga a la petenera y de origen sefardí fue grabada en 1907 por el turco sefardí Haim Effendi (1853-1938), con una letra narrativa que empieza con «A la una yo nací». Una versión instrumental, también sefardí, de este aire fue hallada en Sarajevo y grabada por Jordi Savall. También hubo grabaciones de varios continuadores del repertorio sefardí, como María Escribano, Françoise Atlan, Sandra Bessis y otros. Más cerca, en el espacio como en el tiempo, cantos similares se encontraron en familias gitanas de los Puertos, que grabaron El Negro del Puerto y José Luis Suárez La O «Panete». En ambos casos el texto es un romance narrativo probablemente tardío y generalmente titulado «Monja contra su gusto», del que se han localizado recientemente en la Provincia de Cádiz cinco versiones . Parece claro que ese aire sirvió de soporte musical a corridos, que sobrevivió dentro de la herencia judía fuera de España, que algunas familias gitanas y no gitanas lo conocieron también, y que su asociación con coplas de carácter lírico se produjo en una fase reciente. Su incorporación al repertorio flamenco fue tardía.

En nada de eso aparece una fuente escrita. Por otra parte, los autores se quedan en una huella tradicional que merecería una reflexión y probablemente un cambio de rumbo. Buscan el nacimiento del cante y de los cantes entre nombres de formas. Pero, por razones que están a disposición del lector, estoy ahora seguro de que el cante nació a mediados del siglo XVIII como un modo nuevo de cantar que se propagó a formas, algunas preexistentes, otras nuevas. Formas nuevas pueden recibir nombres antiguos. Formas preexistentes pueden transformarse en profundidad, como lo enseña el paso de las seguidillas a las siguiriyas. Buscar los orígenes de los cantes en una selva de nombres no puede garantizar resultados certeros.

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4) SOBRE UNA FIABILIDAD RELATIVA

Los hermanos Hurtado describen los contenidos de su libro como «fundamentados en el máximo rigor científico» (p. 17).  En otra página, denuncian la existencia de «“estudios flamencológicos” basados en un altísimo nivel de indocumentación y falta de rigor» (p. 247). Dentro del simpático clima de respeto mutuo así creado, sería de mal gusto entrar en polémicas fuertes. Por tanto, apoyándose en algunos ejemplos seleccionados, me parece indispensable dar a futuros lectores una idea de la poca fiabilidad de este libro.

Página 35 nota 6: «todos los perseguidos y los que llevaban   una vida errante eran acogidos por (los gitanos)». El origen de tal afirmación se encuentra en literatura antigitana y antimorisca del siglo XVII recopilada por Manuel Barrios, y «todos» es evidentemente indefendible . El empeño permanente de los gitanos de España fue conservar lo suyo y resistir toda asimilación: abrir sus filas a toda clase de marginados hubiera sido absurdo. Los autores también aluden a «numerosa documentación histórica que demuestra sin lugar a dudas que se produjo un transvase cultural general desde los moriscos hacia los  gitanos»  (etc., etc.: p. 35). Todo eso es ficción, con el apoyo visible de tres exageraciones.

Página 36: la música con la que se cantan romances descubiertos recientemente (en familias gitanas) «sin duda ha sido adaptada a esas letras preexistentes en fechas no anteriores a 1850/60» . De eso no existe la más mínima prueba.

Página 39: el «Libro de la Gitanería de Triana» circuló «únicamente como manuscrito». Se conoce de él un solo manuscrito, no hay prueba que circuló, y la probabilidad que lo hizo es muy escasa.

Página 24, nota 21 (y passim): «Un baile en Triana»  se publicó por primera vez, no en 1847, sino en 1842 en el Álbum del Imparcial. Lo que salió en 1847 fue la primera edición de la colección titulada Escenas Andaluzas (v. Historia del Flamenco, I.392-3).

Se notan exageraciones de gran tamaño. Describir el Flamenco como «causa de admiración universal desde su primer momento»  (p. 20) puede contribuir a levantar el ánimo de andaluces deprimidos (si los hay), pero no es ni sombra de una justificación. Igualmente, los autores sitúan en el siglo XVIII «un fervoroso clima de admiración (…) hacia el mundo de lo popular»  y el nacimiento de un interés científico «por el estudio de todas las manifestaciones de la cultura popular»  (p. 87). Eso equivale a adelantar un siglo fenómenos que, en realidad, interesaron a pequeños grupos. Tampoco se puede afirmar que, a partir del Concurso de Granada en 1922 «muchos intelectuales de todo el mundo volvieron su vista, con gran respeto e interés, hacia el Flamenco»  (p. 74). Tal vez, en «todo el mundo»,  hubo media docena en 35 años. Lo molesto en todo eso es que los hermanos Hurtado parecen inventar trasfondos cuando los necesitan: creen que los lectores no saben o que no van a comprobar.

Un ejemplo más: en la página 217, aluden «a toda una pléyade de cantaores de transición entre los siglos XIX y XX que registraron fonográficamente las cabales como cantes de Silverio». Hubo un total de dos grabaciones, y entre las dos una mención de Silverio en el título.

Merece también un comentario el tratamiento casi publicitario del informe de François-Auguste Gevaert (1828-1908) publicado a mediados del siglo XIX. A los 20 años, este joven compositor belga había ganado un premio en Bruselas que incluía un viaje a España que hizo en 1850. Entró por Cataluña y Barcelona, y prosiguió hasta Madrid y Toledo sin ir más al sur. Publicó en 1852 un informe, interesante pero limitado, que contiene unas pocas páginas sobre músicas populares españolas. El documento fue descrito recientemente como «un breve estudio pionero» , y su aporte principal es una distinción entre cantos propiamente dichos, como « cañas o playeras», y aires de danza, como «fandangos, malagueñas o rondeñas». Sobre esa base y algunos detallitos más, Gevaert viene calificado de «prestigioso musicólogo y compositor, experto por lo tanto en materia musical»  (p. 29), y autor de una « muy detallada descripción musical» de los cantos andaluces que se interpretaban (p. 81), su informe siendo «admirable»  dentro de la  «enorme» «escasez de obras teóricas y analíticas publicadas en este terreno» (p. 90). Fin del redoble de bombo.

Se observan también fluctuaciones alrededor de la validez o invalidez de las atribuciones de siguiriyas, soleares y malagueñas a creadores gitanos o no gitanos.  Por supuesto, se trata de atribuciones heredadas por tradición oral y sin base documental escrita: por esa razón me parece indispensable disponer siempre de dos testigos independientes. Aún así, puede ser difícil distinguir entre un cantaor (o una cantaora) que creó un cante y otro (o otra) que lo dio a conocer. Son cuestiones fundamentales para poder delimitar cuerpos de cantes, personales o locales, que se puedan estudiar separadamente. Curiosamente, sobre este problema, los hermanos Hurtado presentan respuestas variables, entre afirmativa sin reservas, afirmativa con reservas, y negativa (v. pp. 175, 201, 215-6 y 307 n. 416).

En el terreno socio-cultural, los autores en una ocasión indican preferencias personales que se apartan de lo que están evocando. Reproducen el anuncio de un  concierto flamenco, con Silverio y otros, en el Teatro Principal de Jerez en julio de 1867. Sigue su comentario:

He aquí la estructura típica de un concierto flamenco de aquellos primeros tiempos de su existencia. Con la dignidad de gran arte musical; en un teatro. Como debe ser. (p.65).

Por desgracia, los hechos tomaron otra dirección. Hubo llenazos, eso sí, pero según un periodista de Jerez, la gente comme il faut debía de estar bañándose (en Sanlúcar) o escondiéndose, y los llenos fueron a base del «buen pueblo sencillote y franco», siendo el resultado que «tres días han estado de luto las musas y el arte dramático». Según otro periodista, o ¿será el mismo?, «estaba (…) cubierta la escena con una muy pequeña gasa negra» . Dentro de tal contexto, los comentarios de los hermanos Hurtado van a contracorriente de la evolución histórica con la que están en contacto. Tal vez las reacciones negativas del establishment jerezano contribuyeron a reorientar las ambiciones de Silverio hacia los cafés cantantes y un público variopinto.

Por otra parte, a lo largo del libro reseñado, se observa una sorprendente pobreza sobre el tema de la guitarra. Si aceptamos en el título la expresión algo extraña de «Música Flamenca», es porque se puede admitir que esa «Música» se apoya en dos medios principales, la voz y la guitarra. Pero una vez pasado el título, la guitarra hace contadas apariciones en el libro, generalmente bajo forma de alusiones básicas al estilo rasgueado, al estilo punteado, y a combinaciones de los dos (v. pp. 22, 55 y 107-8).. Se nos explica que, en el siglo XVII, la guitarra alcanzó  «un grado de virtuosismo deslumbrante» (p. 55), pero eso es de poca utilidad cuando la guitarra de acompañamiento al cante no llegó a tal nivel antes del siglo XX y de los tiempos de un Ramón Montoya ya maduro. Cuando las primeras grabaciones nos entregan acompañamientos primitivos, la cuestión es, ¿de dónde procede eso?  Por supuesto, de ninguna tradición culta.

El título del libro implica un díptico de la voz y de la guitarra que se pierde de vista después. La guitarra de acompañamiento  nació tarde, con dificultad, y en la misma sombra del cante: no de músicas escritas. Para ambas vertientes, vocal e instrumental, de la llamada «Música Flamenca» y  salvo un par de excepciones, quedan por demostrar orígenes cultos.

Sobre el problema general de la fiabilidad de este libro en cuanto a información y hechos: el lector hará como le parecerá pero, a mi modo de ver, sería indispensable prudencia comprobar todo lo que viene presentado como nuevo o sirve de base a conclusiones inéditas.
 

(5) «¿Una nueva historia?»

Como se ha visto, el objetivo principal de la obra reseñada era sustituir por influencias de músicas escritas el supuesto aporte de los gitanos al cante. Se ha examinado esa vertiente del libro a la luz de un principio que parece evidente: las influencias de músicas escritas sobre músicas plebeyas pasan por el oído, y se perciben mediante el oído sin la intervención de análisis musicológicos. Dentro de tales perspectivas, no se han hallado pruebas de una influencia de músicas cultas sobre el cante salvo unos pocos extractos de pregones ya puestos en música antes. Por otra parte, los autores tenían que examinar la vertiente histórica de su tema: la historia de lo llamado flamenco. Según la solapa, el libro «pretende construir sobre los antiguos mitos del Flamenco, derribados, una nueva historia (…) sólidamente asentada sobre pruebas documentales firmes». Nada menos. A ver.

En cierto sentido, los autores han tenido poca suerte en la elección del momento. Los imperativos de lo políticamente correcto prohíben todo ataque contra cualquier grupo minoritario, principalmente étnico. Frente a tal prohibición, han tenido que recurrir a formulaciones indirectas, como alusiones, perífrasis o circunlocuciones. Citaré como ejemplo el primer párrafo del Capítulo 1, que marca una tónica. El sujeto implícito es el flamenco o el cante (el párrafo siguiente está en el mismo tono y más de dos veces más largo):

No fue su nacimiento entre las tinieblas de una cueva, en medio de la miseria y el oscurantismo, como pretendieron –y aún pretenden– algunos, pues difícilmente semejantes condiciones propician la aparición de un arte tan cargado de refinamiento y sutilezas como el suyo; no en siglos remotos, aunque en su voz se escuchan ecos pretéritos que se han ido fraguando poco a poco a través de los tiempos; no fue traído desde lejanas tierras de Oriente por razas exóticas y milenarias, ni fue en medio de terribles persecuciones y anatemas como vivió los primeros tiempos de su existencia. (p. 19)

Se trata de negar –de entrada– toda influencia o presencia de los gitanos en el terreno evocado. Siendo incorrecto nombrarlos como tales, se los designa mediante contextos, dentro  de una retórica a base de negativas que dejan a los lectores sin mucho aire para reaccionar. Tal vez los más listos entre ellos formularán tres reservas: «oscurantismo» en ese contexto no conviene, el problema se llamaba analfabetismo;  ningún arte nace «cargado de refinamiento y sutilezas»; y lo de los «ecos pretéritos» etc. deja la cronología algo incierta. Por tanto queda claro que, mediante una ráfaga de negaciones sin demostraciones, los gitanos quedan absolutamente excluidos.

Sin embargo, lo de «las tinieblas de una cueva»  llama la atención: ¿de qué cuevas se tratará? ¿De las del Sacromonte granadino,  o de Guadix, o de Alcalá de Guadaíra, u otras? Nada de eso pero hay más. En otro capítulo se nos explica que, según «la imaginería mitológica creada por la flamencología antigua (…), la cueva era uno de los espacios ancestrales donde se creó el Flamenco»  (p. 69, nota 131). Sobre este punto no se cita bibliografía, y no consigo encontrar ninguna «flamencología antigua»  en la que se afirme que el cante o el flamenco nació en cuevas. Tampoco se explica en ninguna parte del libro lo que es esa «flamencología antigua», u «obsoleta», «tradicional» que es mencionada de vez en cuando (pp. 25, 69, 173, etc.). Mientras con una mano los autores se conforman con el código de lo políticamente correcto, con otra denuncian un mito que inventan ellos. “Cuidaíto” con ese libro: su retórica esconde trampas.

Por otra parte, los autores se apoyan periódicamente en fórmulas como: «Sin profesionalización y comercialización no hay arte» (p. 25), o sea:

el Flamenco surge –exclusivamente– a causa del desarrollo comercial y profesional de un repertorio que se había ido moldeando desde el siglo XV.. Sin dicha profesionalización (…) no hubiera surgido ningún arte perdurable y digno de estudio. (p. 74)

Nace una pregunta: mientras se iba moldeando, ¿qué era aquel repertorio sino una cultura? Es una sorpresa descubrir, en los albores del siglo XXI, andaluces aculturados que, al parecer, no saben que la cultura puede ser desinteresada y para quienes hay arte sólo si se cobra. Cada vez que la UNESCO se preocupa del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad, empieza su labor descartando actividades al mando del dinero. Hay culturas que nacen y a menudo crecen en grupos en busca de su identidad, o de un apoyo para ella, o de un reflejo de ella, pero sin ninguna intención de producir algo para vender.  Se acaban de mencionar cuevas: dentro de la perspectiva esbozada por los Hurtado, ¿en qué sector de actividad vamos a clasificar las cuevas de Altamira antes de que se les pusiera taquilla? Naturalmente, con eso, la intención es una vez más la de excluir a los gitanos, recluidos en sus cuevas como estaban y supuestamente incapaces de ganar dinero (eso también parece un poco fuerte). De manera general, privilegiar la dimensión profesional y comercial del flamenco le resta importancia como cultura: encontraremos otros ejemplos de esa tendencia.

La cosa flamenca, entonces, empezó con Silverio a su vuelta de América en 1864, con conciertos delante de públicos y más tarde los cafés cantantes. Se nota de repente la casi ausencia de interés de parte de los autores por las lejanas raíces populares del flamenco, o del cante, antes de su aparición y presentación a los públicos. Sobre ese tema se mencionan el África negra, los indígenas de las Islas Canarias, formas como la folía y la romanesca, e influencias orientales transmitidas por los moriscos a los gitanos 1 (que encuentran aquí un pequeño papel histórico). Pero de ese conjunto de influencias no se ofrece ningún panorama organizado.

Sobre el pasado de Silverio antes de su papel como fundador, el libro no dice nada. ¿Qué eran los primeros cantes que había oído?, y ¿dónde fue, y quiénes cantaban, y de dónde procedían esos cantes? Sobre algunas de estas preguntas hay respuestas disponibles y merecerían atención.

La fuente principal sobre esos problemas, por supuesto, es el libro de Antonio Machado y Álvarez «Demófilo», Colección de Cantes Flamencos, publicado en Sevilla en 18812 . Descansa sobre investigaciones que hoy se llamarían de campo (horas pasadas en los cafés cantantes, etc.) y sobre conversaciones con Silverio y otros cantaores, gitanos ellos, como Juanelo de Jerez. Hubo también un período en el que estaba presente Francisco Rodríguez Marín, entonces en los albores de su carrera, pero que ya se interesaba desde hacía años por la cultura popular 3 . En el libro de Demófilo, también, se percibe con claridad la frontera entre la información que transmite y sus propios comentarios. Por esas razones (y otras), el valor de este testimonio es excepcional.

Según Demófilo, Silverio descubrió el «cante gitano» en una fragua de Morón y más tarde decidió darlo a conocer. Después de pasar varios años en América del Sur con el fin de «adquirir un capital», volvió a España en 1864 con «mayores medios» , con los que empezó  dando conciertos y después se interesó por los cafés cantantes. Según las propias palabras de Demófilo en el Apéndice dedicado a Silverio, su propósito «era elevar a la categoría de espectáculos públicos  aquellos tristes y melancólicos cantares que escuchará en la fragua de Morón» y en las tabernas donde cantaba El Fillo, cantaor gitano también y «maestro de todos los cantadores de su tiempo» (ed. 1975, pp. 178-9). Según Demófilo, «viendo a Silverio con tan felices disposiciones para el cante gitano», El Fillo le había animado «a cultivarlo» (p. 178).

Ahora bien: no sólo, a propósito de Silverio, los hermanos Hurtado nunca –digo nunca– mencionan el cante gitano, ni como cultura, ni como influencia, ni como arte al que se dedicó, sino desechan el testimonio de Demófilo como sigue:

Demófilo recogerá y consagrará definitivamente en su obra todos los mitos que el Romanticismo había inventado acerca del origen del Flamenco (p. 88).

Eso asombra. Lo que escribió Demófilo lo aprendió directamente de Silverio, quien lo sacaba de su vida y experiencia. ¿Cómo lo transmitido por Demófilo pudiera haber estado cargado de «mitos»  románticos? (y ¿cuándo ? e ¿inventados por quién? etc.). Tratar así una fuente enteramente respetable no se hace.

Otro pasaje del libro aporta algo análogo. Según Demófilo, Silverio fue también responsable del nacimiento de un híbrido llamado «flamenco», que el mismo Demófilo describe como una «mezcla de elementos gitanos y andaluces»  (p. 181), abierta a «elementos muy heterogéneos», algunos de mal gusto (p. 11). Eso, al parecer, se volvió necesario para públicos que iban por parte en busca de diversión pero, según Demófilo, la popularidad de esos nuevos productos representaba una amenaza: según él, «Los cafés matarán por completo el cante gitano en no lejano plazo» pese a «los gigantescos esfuerzos de Silverio»  para darlo a conocer (p.181). Eso, en las manos de los Hurtado, viene desechado como sigue:

Esta visión (demofiliana) se prolongaría durante casi todo el siglo XX y sólo en tiempos recientes ha sido científica, histórica y absolutamente desmentida. (p. 88)

Este comentario también es (doblemente) asombroso. Pese al triple adverbio (el último cojea un tanto), no hay ni hubo (ni habrá) desmentido de aquellas conclusiones que, una vez más, Demófilo había sacado mediante observaciones: nada de «visión»  en eso. Por otra parte, una formulación tan extrema parece incomprensible hasta que uno se dé cuenta de que definir el flamenco como un híbrido gitano-andaluz implica que hay algo gitano dentro, o por detrás, o en su vecindad: para nuestros autores, al parecer, nada de eso se puede admitir.

En resumen, pese al doble testimonio de Silverio y de Demófilo, los hermanos Hurtado han evacuado en su totalidad la dimensión original gitana del cante, hasta el punto de olvidarse mencionarla. (¿Adónde va a llegar lo políticamente correcto ?) Eso es lo que llamaban proponer «una nueva historia (…) sólidamente asentada en pruebas documentales firmes»  y «contenidos fundamentados en el máximo rigor científico» (p. 17).

Pasemos al año 1922, para más sorpresas si caben. Según los autores, no había justificación para excluir los cantaores profesionales de participar en el Concurso de Cante Jondo organizado en Granada aquel año (p. 74). Además, aunque evitan mencionar a Falla y a García Lorca en contextos abiertamente críticos, los autores enseñan que, alrededor del Concurso, se pusieron en circulación «divagaciones imaginativas y poéticas (de parte) de un grupo de grandes artistas» (p. 75), el mismo Concurso estando fundado sobre «enormes errores teóricos» (p. 74), cuyos efectos fueron deplorables. Entre esos «errores», los autores enumeran algunos de los argumentos propuestos por Falla en su folleto, pero de nuevo se olvidan mencionar el tema evocado por Falla de la importancia del aporte gitano a esa tradición. Tampoco se hace mención de las conferencias de García Lorca sobre esos temas. Tenemos en manos una rareza: un libro sobre el cante en el que los escritos de Falla y García Lorca son mantenidos a distancia.

Según los Hurtado, con el paso del tiempo, las ideas que eran «vigentes»  en Demófilo fueron «retomadas y radicalizadas por el Mairenismo»  (p. 90). Aún peor, «después de haber sido llevadas a un extremo exagerado (sic), se pretendió imponerlas de forma totalitaria»  (p. 75). En esos contextos, la alusión a un totalitarismo suena como lo de la soga en casa del ahorcado. No falta la descripción de Mundo y Formas del Cante Flamenco como una «Biblia» (p. 210), una palabra que se ha vuelto santo y seña entre los antimairenistas. Según los Hurtado, Mundo y Formas representó la «culminación (…) de las ideas legendarias poético-fantásticas que, sobre el Flamenco, se habían venido gestando desde el Prerromanticismo» (p. 210). Sobre el contenido del libro, por supuesto, no necesitamos más: ya sabemos que, con Demófilo, se inauguró casi un siglo de mentira. Eso es lo que los Hurtado llaman derribar mitos.

Por si fuera poco, el libro invita también a una gran revisión histórica en lo que atañe a repertorios. Se nota de vez en cuando una curiosa  añoranza de la época de la Ópera Flamenca, que duró aproximadamente de 1920 a 1936. Según los autores esa época:

fue atacada por la flamencología antigua, que la censuró por considerarla como un período nefasto y decadente, siendo –por el contrario– que la verdad histórica es muy distinta a esa versión distorsionada, que no se basaba en ningún conocimiento profundo histórico y –mucho menos aún– musicológico (ni de ningún tipo) para emitir tales afirmaciones. (p. 69)

En aquellos tiempos, dicen, los «fandanguilleros eran quienes mejor conservaban la más pura estilística interpretativa de la época fundacional del Flamenco» (p. 81). También, añaden, «el pobre Fandango (…) fue públicamente anatematizado, despreciado como algo indigno y adulterado y –finalmente– quemado en la hoguera»  como víctima de un «Auto de Fe inquisitorial»  (p. 82). Esas son citas: no invento nada.

A partir de ese punto se pasa a una evocación de la interpretación del cante caracterizada desde antiguo por «florituras vocales o adornos virtuosísticos interpretados casi sin respirar»: esos, se nos enseña, eran considerados por «todas las fuentes antiguas como (algo) digno de la mayor admiración» (p. 82). Después de ese culto por el virtuosismo vino el de la emoción cruda y ronca, o del «grito atávico»  (v. pp. 210-11 y de nuevo 80-2) y gitano. Una vez más, la invocación de «todas las fuentes antiguas»  no tiene fundamento. En cuanto a lo de los «adornos virtuosísticos», eso viene desmentido por la totalidad de los cilindros de cera recientemente reeditados, que son los documentos sonoros más antiguos a disposición. No se encuentra en ellos ni virtuosismo melismático ni «grito atávico». Naturalmente, sobre gustos no hay nada escrito, pero parece poco probable que la afición de hoy o de mañana tenga ganas de reorientarse en masa hacia el culto del lucimiento fandangueril estilo Pepe Marchena, o Niño de Tal, o Chico de Cual, y renuncie al cante de emoción seguiriyera, soleaera u otra. Sería como desechar, en la obra de Goya, todo lo relacionado con los Caprichos o los Desastres.

Queda un poco más: una suerte de gato encerrado. Los hermanos Hurtado son sobrinos nietos de Juanito Valderrama, que se hizo famoso con «El Emigrante» aunque era también un respetable cantaor andaluz no gitano. El fin de su carrera artística –como el de otros– sufrió a causa de la mayor atención traída, a partir de 1960, por cantaores como Terremoto, Mairena, Talega, La Fernanda, Manuel Agujetas, Menese y otros 4 . Al parecer, la popularidad creciente de esos cantaores y de los cantes gitanos causó a Valderrama cierta molestia y, si me acuerdo bien, hubo un momento en que se anunció que iba a dejar Sevilla en disgusto por otra residencia. Circunstancias como esas merecen respeto en el plano privado o familiar, pero no pueden constituir un motivo suficiente para reorganizar la historia del cante sobre la base de preferencias personales (y con ayuda de notables manipulaciones), de manera a hacerla coincidir con lo que hubiese debido ser para gustar a los autores. Lo que emergió de la parte gitana del paisaje a partir de 1960 es una cultura gitana del cante. Una vuelta colectiva a los valores de lo fandangueril y de la Ópera Flamenca sería inconcebible.

Quedan unos pocos temas que merecerían atención, pero lo ya expuesto puede bastar. De la llamada vertiente histórica de este libro mejor mantenerse a distancia, por ser orientada, selectiva, basada en preferencias individuales, intolerante, antigitana y de una escrupulosidad aleatoria. Con esas características, que cada lector informado puede fácilmente comprobar, su adopción como manual escolar sería indefendible. La información en la que descansa es periódicamente truncada, sus métodos son a menudo inaceptables, persigue otros objetivos que la verdad histórica, y sus autores creen que basta afirmar para convencer.

Naturalmente, su poca fiabilidad en materia histórica tiende a repercutirse sobre la parte musical del libro, en la que los autores periódicamente dan la impresión de utilizar la terminología como instrumento de intimidación o de disuasión. De esa vertiente del libro se necesitará un examen competente e imparcial.

 

 

 

 

NOTAS APARTADO 1 Y 2

1 V. Escritos sobre Música y Músicos, Buenos Aires, 1956, p. 123.

2 V. mi artículo, «Cantar a lo gitano, Parte Primera», en el presente sitio, y las fuentes enumeradas allí. La interpretación heroica del personaje del Contrabandista pertenece al mismo error: Manuel García le concibió como huidor y cobarde.

3 V. Sobre el Flamenco, Madrid, 1987; v. también su presentación de la Historia del Cante Flamenco de Caracol, 1958.

3) SOBRE OTROS CANTES

NOTAS APARTADO 3 Y 4

V. el corte 16 del CD adjunto a Christian Poché, La Musique arabo-andalouse, París, 1995; Jordi Savall, Diáspora Sefardí; La Herencia Judía en España (Several Records); Magna Antología del Cante Flamenco; el CD 31 de Historia del Flamenco; Virtudes Atero Burgos, Romancero General de la Provincia de Cádiz, Cádiz, 1996, pp. 523-6;  y Dos Siglos de Flamenco, Jerez de la Frontera, 1989, pp. 119-20.

V. Manuel Barrios, Gitanos, Moriscos y Cante Flamenco, Sevilla, 1989; Bernard Leblon, Les Gitans d’Espagne, París, 1985, pp. 35-7, 41-9, etc.; y Antonio Domínguez Ortiz y Bernard Vincent, Historia de los Moriscos,ch. 12, ed. Madrid, 2003. En el siglo XVII, los moriscos no expulsados eran probablemente diez o doce veces más numerosos que los gitanos.

La cita viene del artículo de A.C. Sneeuw, «El flamenco descrito en 1850 por F.A. Gevaert», Candil 74 (1991), 657-69. El original del informe de Gevaert está disponible en Bulletins de l'Académie Royale (…) de Belgique, 19, 1ère partie, 1852, pp. 184-205.

Dos Siglos, pp. 367-8.

NOTAS APARTADO 5

1.V. pp. 27, 51-4 (África), 21, 111-2 (Canarias), 104-6, 269 (folía y romanesca), y 29-35 (moriscos y gitanos).

2. Manejó la edición de Madrid, 1975.

3. V. Francisco Rodríguez Marín, El Alma de Andalucía, Madrid, 1929, pp. 9-16 (p. 15: «cuando Machado y yo cambiábamos coplas con Silverio»); y el Post-scriptum de Machado en el vol. 5 de Rodríguez Marín, Cantes Populares españoles, 5 vols., ed. Madrid, 1951 (primera edición: 1882).
4. En una España donde, a partir de 1960-5, empezaba a circular más dinero, la nueva popularidad del cante principalmente gitano en los festivales comprometió el desarrollo de espectáculos tradicionales alrededor de figuras ya establecidas como Pepe Marchena: v. Eugenio Cobo, Vida y Cante del Niño de Marchena, Córdoba, 1990, pp. 168-74 y 185-6. Se cerraba un mercado reciente mientras se abría otro más popular (y polvoriento). A Pepe Marchena se le debe una fórmula muy esclarecedora en Rito y Geografía del Cante (vídeo n° 4): «el cante se le ha vestido de limpio » (v. p. 186 en el libro de Cobo).

 

 


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